Resultaría tal vez demasiado pesimista decir que el hombre, desde que nace, cae en desgracia. Y no por aquello del pecado original, que supuestamente nos condena para la vida por venir sólo por haber nacido, si resulta, claro, que viene. Sino por la vida en este valle de lágrimas -léase, aquí-, que precisamente nos recibe llorando como bebés. No abundaré demasiado en penurias. Sólo que “nacer es, después de haberlo tenido todo, carecer súbitamente de todo...”, como ya dijo al francés Maurice Blanchot. Pero bueno. Ahí está la madre para hacerse cargo del paraíso perdido que significó su vientre para el recién nacido. Pobre mamá, en el sentido más profundo del lamento. Porque quizás su bebé también le recuerde el paraíso que ella perdió en similares circunstancias. Suficiente. En París, que como ya sabrán cosecha aquel infundio cierto -para dejar en el aire si es mentira o verdad- sobre que los bebés atesoran más rechazos que las mascotas, Laura Gutman se puso a pensar en esta relación excluyente madre-hijo, motivada por esa frialdad no climática. Y no paró. “De familia judía normal”, como ella misma dice, autora entre otros siete libros de La maternidad y el encuentro con la propia sombra y Crianza, violencias invisibles y adicciones, e instalada ahora en una cortada de Barrio Norte que le hará acordar a Montmartre, responderá con voz rápida a interrogantes básicos. Bah, los que le planteé.
¿En qué consiste el instinto materno?
Es la reacción innata de querer proteger y cuidar a la cría.
¿Así de fácil?
No tanto. Hay confusiones. Por ejemplo, no tiene nada que ver con el deseo de tener hijos. Y si una no está en contacto con la cría, el instinto no aparece. Aun así hay mujeres que dicen no tenerlo, porque no les nace estar con el bebé, no quieren verlo. Pero la mayoría de las mujeres parimos en cautiverio, atadas, pinchadas, apuradas, anestesiadas, entre muchas personas que no conocemos. En esas condiciones nos pasa lo mismo que a las hembras del zoológico, a las que les cuesta mucho parir y después encima desconocen a la cría.
¿Diría que nuestra sociedad está contra el instinto materno?
En nuestra cultura patriarcal y ciudadana la mayoría de las experiencias actúan en detrimento del instinto. Es como si el instinto materno intentara aflorar pero nuestras propias razones, juicios y prejuicios entraran en contradicción. Ahí se produce una lucha y, por lo general, el instinto materno pierde.
¿Un ejemplo?
Si la madre respondiera instintivamente nunca dejaría llorar a su bebé.
¿Qué siente el bebé cuando llora?
Que el mundo resulta demasiado diferente a los 9 meses que vivió en el útero, en ese paraíso perfecto donde el alimento, la contención, el ritmo, el calor, el movimiento eran permanentes. Y ahora resulta que aparece la espera. Y la espera duele.
¿Responder inmediatamente a todo no daría un bebé con escaso nivel de adaptación?
Los bebés humanos dependemos totalmente de los cuidados maternos. No hay nada que podamos hacer por nosotros mismos. La mínima espera es dolorosa, el hambre es doloroso, respirar es doloroso, la certeza de que está en peligro si no está cobijado por el cuerpo materno ya es doloroso. Ser bebé y ser niño ya es suficiente frustración como para agregarle otras.
¿Cómo marca al bebé y a la mamá el puerperio, esos primeros 40 días de vida?
Circunscribo a los dos años el fenómeno de fusión emocional, el tiempo en el cual el niño se considera parte de su madre; que es en la medida que es ‘niñomamá’. De la misma forma que una mamá conectada con lo que le pasa empieza a percibir el mundo también como si fuera bebé. La presencia del bebé nos devora hacia un lugar raro: nada de lo conocido en la vida adulta, pero parecido a las sensaciones que hemos vivido de niñas. Como si el bebé trajera a la superficie historias contundentes de la realidad de la madre, noticias de la sombra.
¿Y cómo reacciona la mamá?
Es tan enloquecedor que la mayoría de las madres anhelamos volver a ser como éramos antes de que naciera. A muchas les encantaría que el niño hubiera nacido de un repollo, pero salió de acá adentro, del vientre, y de nuestro territorio emocional.
¿Y cómo sigue el proceso?
Nos aferramos a cualquier invitación para regresar al mundo más público, al trabajo, a la actividad que sea. Y tenemos muchos más avales para ‘vení, dejá el bebé; estás muy pegada; ponete linda’, que para quedarnos con él.
¿Cuál es la verdadera encrucijada para la mujer?
La mayor encrucijada es saber cuáles son sus capacidades, sus limitaciones, decidir con plena conciencia cuánto puede y quiere quedarse con su hijo. Y cuánto puede y quiere circular por el mundo laboral. El problema para una mujer no es ir a trabajar; el problema es volver a casa. Y encontrarse con un niño que demanda y demanda a una mujer que tal vez provenga de una historia de desamparo y esté hambrienta por cubrir sus propias necesidades. Es devastador.
¿No trabajar es volver al rol de ama de casa al que estaba destinada la mujer hasta no hace mucho?
No digo volver a ponerse los ruleros y encerrarse. Yo trabajo desde los 15 y trabajar es una necesidad para la mujer. Digo que no es excusa. La mujer no puede quedarse con el niño porque no está en contacto con su realidad emocional y busca un refugio como el trabajo, donde no le piden tanto, para no ingresar en un lugar de intensidad emocional.
¿Por qué no puede ingresar?
Porque el hijo exige conexión, y eso trae dolor. ¿Por qué duele? Porque en épocas en que la mujer necesitaba su propia intensidad emocional, tal vez haya vivido con vacío, terror, o simplemente con preguntas que todavía le faltan responderse.
Instinto Materno
Dice que al instinto materno, a veces, le cuesta aparecer.
Culpa a las condiciones en que se tienen los hijos. Y que si una madre respondiera sólo al instinto, nunca dejaría llorar al bebé.
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